Banquete entre sombras


Me desperté con el suave desasosiego que provocan las comidas familiares y las mañanas de resaca, sobre todo cuando se juntan ambas circunstancias. Con la edad estas ocasiones pierden importancia, pero ganan en gravedad. Conforme envejezco afronto lo extraorinario con más nerviosismo que ilusión, y mi comida de Navidad es verdaderamente extraordinaria. Quizás todas lo sean.
Pese a que no teía ningún motivo para agobiarme -yo solo tenía que calentar la comida y quedaban varias horas hasta que mis familiares empezaran a aparecer-, me provocaba cierta inquietud estar con personas a las que apenas veo. A mi padre, por ejemplo, me lo encuentro más amenudo, pero siempre en los momentos más inoportunos: a veces voy corriendo por casa, llego tarde al trabajo o he quedado con Marcos, y aparece en el salón, silencioso, leyendo el periódico. Normalmente ni le saludo, pero sigue viniendo, a fin de cuentas es su casa, bueno, era su casa.
El día anterior había cenado con Marcos precisamente, siempre apuesta por ser social en las cenas y tradicional en las comidas. Estuvimos en su casa con su hermano y unos amigos y luego fuimos a un bar, cada vez más gente lo hace en Nochebuena. Me atraía utilizar, en el caso de acabar la noche en casa de alguna desconocida -al menos al principio, no tanto al final-, la excusa, solo algo falsa, de mi comida familiar frente a la más frecuente y solo algo verdadera de mi matrimonio. Así ocurrió de hecho, la noche se alargó, quizá por eso lo primero que hice al levantarme fue lavarme los dientes para que no se mezclara el remoto sabor a champagne y ginebra con con el del vino de la comida. Mi padre llevaba años sin poder beber, pero había comprado uno bueno (o caro al menos) en su honor.
El primero en llegar fue él, mi padre, y yo sabía que el resto no tardarían demasiado. Llevaba un periódico, como casi siempre; no pude evitar preguntarme de que fecha sería, más allá de que no se publiquen en Navidad. La gente iba apareciendo sin saludar siquiera. Los eventos familiares siempre se basan en el silencio, lo que no se quiere ni se puede decir, pero en mi casa el silencio es absoluto. Cogí el magret de pato sobrante de la noche anterior, lo metí al microondas y esperé a que se calentara. Mi hermano lleva mucho tiempo sin venir, vive en Inglaterra, así que, contándome a mí, seríamos 9 en la mesa (mis padres, los abuelos, la familia de mi tío), pero solo yo necesitaba comer.
El pato me lo había traido Marcos por la mañana para pregeuntarme por la chica de la noche anterior y decirme, como siempre, que esta le gustaba, que a ver si me centro. A Marcos le conocía desde antes de casarme con Violeta y fue uno de los pocos amigos que se quedo en mi bando cuando me divorcié de ella, varios años después de la muerte de mis padres, pero tampoco a él le he hablado nunca de mi comida de Navidad, por eso se empeñaba tanto en invitarme a su casa. Me pidió que fuera al café, le dije que me lo pensaría, con eso se conformó.
La primera vez que presencié la extraña tradición fue el año en que mi esposa se convirtió en mi exmujer, aunque no sé si fue la primera vez que ocurrió porque hasta entonces celebraba las fiestas con su familia. Yo ya llevaba a un tiempo viendo fantasmas: nos mudamos a casa de mis padres para no pagar alquiler, pero parecía que ellos no iban a dejar la casa solo por haber dejado la vida; no tenían porque hacerlo. Puede que no nos hubiéramos mudado si hubieran aparecido desde el principio, pero no lo hicieron, igual los fantasmas todavía no han perdido la tradición de guardar lutos, al menos a sí mismos. Yo creo que se avergonzaban de su nueva condición: a mi me trataban con cierta indiferencia y de Violeta se escondían. Puede que no les gustara que nos mudáramos sin su permiso. No fueron ellos los culpables de nuestra ruptura, hay cientos de maldiciones que obsesionan y persiguen, silenciosas e innombrables, peores para las parejas que cualquier fantasma.
Estábamos todos sentados alrededor de la mesa, yo comiendo, el resto limitándose a existir, en silencio. La situación podía parecer tensa, lo fue los primeros años, cuando trataba de comunicarme con ellos, pero ahora me conformo con su presencia. Me pregunto como se determinó su aparencia eterna: mis padres bastante jóvenes; mis abuelos ancianos, pero ya no enfermos; mi tío y su familia iguales que antes del acccidente. A veces sus palabras suenan a través de mi memoria, como las quejas de mi abuelo sobre el largo viaje hasta nuestra casa (¿será ahora más largo, o eso ya no tiene sentido?). También veo en ocasiones a mi hermano y a Violeta, que solían acompañarnos antes de que la muerte fuera el principal invitado, e incluso al hijo que tanto intentamos tener, pero los veo distintos, más difuminados. No pueden ser iguales los que solo no están y los que ya no son, menos aún los que nunca fueron.
Al acabar de comer, aburrido por el silencio y abatido por la soledad, me tumbe en el sofá y traté de dormir un rato, pero me incomodaban mis familiares en la mesa, tranquilos, como el que nada espera. En un momento dado sacaron unos cartones y se pusieron a jugar al bingo como solíamos hacer. La situación era absurda (no había números, no tenía sentido el dinero) y no podía seguir disfrutando de mi melancolía. Decidí aceptar la invitación de Marcos y dejarlos ahí, jugando, hasta que la oscuridad volviera a envolver las sombras de mi familia.

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